El escudo de armas
Leyenda sobre el Palacio de los Condes de Gómara
UBICACIÓN DEL RELATO Soria | Palacio de los Condes de Gómara
≈ Por F. DE ESQUINA
I
Oí infinidad de veces referir la causa de por qué sobre el escudo, heraldo del potentado Don Juan Manuel de Salcedo y Beaumont, surge coronándolo, el busto de una bella, que representa estar acodada sobre la balaustrada de piedra de una de las ventanas de la torre, y en actitud de conversar con alguna persona que desde abajo llamara su atención.
La leyenda, que nada de culpabilidad material dicen que encierra, según la versión vulgar, se eleva a un idilio de amor, en el que como nuevos Pablo y Francisca, tan sólo el espíritu fue culpable.
Aquella interrogación que comienza, en que si el retrato de la efigie era el de una dama infanzona, señora o simplemente, el de una humilde plebeya, tiene afirmación rotunda.
Dama, y de muy alta condición, es la que a la ventana aparece asomada y de virtud intachable hubiese pasado para ante el mundo, si el ultrajado, en uno de aquellos gestos de noble castellano, para no esconder su afrenta, y como castigo a la que tan sólo con el pensamiento mancillara su apellido, no le hubiese impuesto la pena de condenar su culpa, haciéndola pregonar con aquello que, a su juicio, más indelebles caracteres de perpetuidad conservaba.
II
La ciudad de Soria preparábase a costosas fiestas, en honor de un feliz hecho para la patria.
Don Juan Manuel era alférez mayor de la ciudad, cargo que ostentaba, tanto por su nobleza, como por su favor y predicamento en la Corte.
Pues, si su ligereza en el hablar, pudo valerle ser retirado del puesto que en la Real Cámara ocupaba, nadie pudo discutir el justo aprecio que de él tenía el Rey. Ahora que Don Juan Manuel aspiraba a salir de su retiro haciendo para ello mérito con el dispendio de que tan en gala estaba acostumbrado.
Crecida cantidad de oro y plata, en medallas conmemorativas del acontecimiento mandó acuñar por su cuenta el Alférez Mayor de la muy leal ciudad de Soria.
Fabulosa cantidad en buena moneda representaba para Don Juan Manuel el festejo. ¿Pero qué importancia podía conceder a tal dispendio el que aseguró a su Rey, que los perros de su palacio señorial ocupaban más rico dormitorio, que el de la Magestad reinante?
Precediendo a los reyes de Armas Don Toribio Golmayo y Don Tomás Díaz de Isla; Don Juan Manuel a la derecha de los Corregidores de la Ciudad y vistiendo traje de Grodetur, verde botella, bordado de plata y piedras preciosas de mucho valor y gusto, rizado su pelo con dos bucles a las caídas y bolsa a la espalda; sombrero fino con un botón, lazo y presilla de brillantes ricamente tallados; con el puño de la espada de oro, de calada y delicada filigrana; exquisitas hebillas y medias blancas de trama de Persia. Caballero en poderoso caballo de muy lucidos brazos, con aderezo de terciopelo carmesí, ricamente bordado de oro, cartulinas y pasta fina, con veridaje correspondiente, estribos dorados en fino, y escudos de fresno, no podía admitir, no, comparación en hermosura y gentileza y atildamiento con ninguno de aquellos nobles señores que le rodeaban. Jamás pudo acudir a sus mientes idea alguna de deslealtad con su noble compañera.
Tranquilo podía tener el ánimo el noble caballero, de una comparación, él hubiera resultado el más ricamente ataviado y el más gallardo de cuantos en la ciudad moraban. Y para que nada en su condición de gallardía pudiera desestimarse, al siguiente día anteúltimo de fin de mes de julio (por muerte del Rey Carlos III) fueron retrasados los festejos en que la ciudad celebra sus públicos a la Madre de Dios. Don Juan Manuel el propio Conde, sería lidiador con otros nobles de la Ciudad, de los más bravos novillos de su vacada de bravas reses navarras, cedidas, para mayor esparcimiento y contento de la nobleza y plebe, gratuitamente por él.
Todo, pues, se cumplía a medida de los deseos del muy noble Don Juan Manuel de Salcedo y Beamonte, Conde de Gómara, señor de esta villa, de la de Almenar y de los Palacios de Valtierra y de los de Veraiz, en el reino de Navarra.
Admirado se veía por su riqueza y limpia estirpe; todos eran a servirle en la consecución del pendón de su muy amadísimo señor y Rey, haciendo más corto el tiempo en que habría de regresar a la Corte donde su fama de hombre galante hallaría mayor campo.
III
Concluido el ceremonial, contento el Conde por la grandeza y lucimiento del festejo, soñando ya con su próximo regreso a la Corte, que suponía ganado, quiso hacer partícipe de sus esperanzas a su noble señora y pasó al aposento de la dama, que ocupaba uno de los compartimientos de la alta torre del palacio.
Tan en éxtasis se encontraba la Condesa escuchando las trovas de algún amador nocturno, que no advirtió la presencia del esposo ultrajado, hasta tanto que éste, en lo más hondo de las fibras de su corazón herido, suavemente, por la amargura de los desengaños, se hizo notar.
—¡Señora! ¿Ese es el pago que dais a mis afanes, a mis anhelantes deseos de evitaros el aburrimiento, preparando el próximo arribo a la Corte, donde yo presumía haceros brillar por vuestra virtud sin mácula?
La dama no pudo disculparse.
—¡Matadme, noble señor y esposo mío; pero soy inocente de pecado alguno que liviandad represente! —diz que replicó, arrojándose a los pies del Conde.
—¡Mataros, señora! Suponéis que con ello purgaréis vuestro daño.
—Y puedo asegurar —replicaba la dama, ya más dueña de sí—, que mi virtud nada padeció en mis conversaciones con el autor de las trovas.
—¡Nada! ¡Oh, señora! —replicó el conde—. La virtud es de tanta fragilidad cual el vidrio, el más leve golpe lo rompe, el más sutil aliento lo empaña, dejándolo inútil para sus fines. Así vuestra virtud, dañada queda y ¿quién sea el hábil arreglador que la componga de manera que como el cristal a que la comparo una vez que fue dañada? Vuestra virtud de que tanto alardeáis quedó rota por el mal pensamiento que yo mismo sorprendí. ¿Cómo podríais sin avergonzaros por el temor de ser descubierta, resistir mi presencia acusadora?
—Pero ...
—Callad, señora, no es posible la justificación, bien a mi pesar, ni seré tan cobarde que esconda mi afrenta —dijo con energía el de Gómara—. De hoy en adelante, vos formaréis parte de mi escudo de armas. Artista de genio, sabrá dar forma al pensamiento que brilla en mi mente. ¿Hablabais de la virtud? Yo haré, señora, ver a la posteridad que esa tan preciada gala, más rica y brillante que todas estas artificiosas que no lograron que fuese yo, sólo yo, el que reinara en vuestro corazón, es preciso custodiarla para evitar el peligro de ser hallada por la más interesada en su conservación. ¡Oh, si me fuese posible poner testigos de vista a vuestro pensamiento como a vuestra persona! No os mataré, no; pero lapidaré vuestra hazaña. Apareceréis, por los siglos de los siglos, asomada a la propia ventana que os sorprendí, y dos inmensos y forzudos maceros, amenazadores y custodios de que en sus blasones no figure denigrante barra, os advertirán con su presencia lo que no pudo conseguir una delicada educación, santa y cuidadosamente otorgada ni tampoco el inmenso amor de que siempre os di muestra —dijo, y salió, pesaroso del departamento de la torre en que jamás volvió a poner su planta.
El silencio de la noche fue interrumpido como por una salmodia de sonidos rítmicos que fueron prolongándose haciéndose más y más perceptibles. Ellos arrancaron a la cuitada dama de su postración siendo su primer impulso correr hacia la ventana fatal para escuchar las notas apasionadas y el canto amoroso que su belleza inspiró al trovero, correspondiendo a los impulsos de su corazón apasionado.
Adelantaba su hermoso busto hacia la ventana, cuando, ante sus ojos de culpable, apareció vengadora la visión fatal, que el Conde le hizo entrever, cuando de lapidar su culpa le habló.
Angustioso suspiro se escapó de su garganta y su cuerpo cayó pesadamente sobre el pavimento cubierto de ricas pieles.
La fiesta taurómaca fue celebrada al día siguiente y el Conde hizo en ella verdaderos alardes de valor y fiereza inaudita. La Condesa indispuesta repentinamente la noche anterior, no pudo presidir, ni presenciar el festejo. El notable caballero, a los seis novillos por primera providencia donados añadió dos más para mayor regocijo, de todo aquel que, decentemente ataviado, logró entrar en la señorial mansión para presenciar la fiesta de toros.
Jamás crónica alguna, de hechos pasados, volvió a hablar de fiesta de ninguna índole, de la presencia de la noble Señora de Don Juan Manuel.
- Fue publicada en El Avisador Numantino, 14 octubre de 1914.
- NOTA BIOGRÁFICA: Don Juan Manuel de Salcedo y Beaumont, IV Conde de Gómara, falleció en Soria, en dos de abril de 1799, sin sucesión. Casó dos veces, primer matrimonio con su prima, Doña María Manuela Camargo y Salcedo. Falleció en Soria, el 3 de enero 1760. Segundo matrimonio, con su sobrina, Doña María Rosa Dávila y Salcedo.
- • Recopilado y anotado por Florentino Zamora Lucas, Correspondiente de la Real Academia de la Historia.
- • El nombre de los pueblos concuerda con el que era utilizado en la época del texto.