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Las mujeres defienden San Esteban

Las mujeres de San Esteban defienden la villa

Leyendas históricas  Más información

Gestas heróicas (Las mujeres de San Esteban defienden la villa)


UBICACIÓN DEL RELATO  flecha San Esteban de Gormaz

 ≈ Por VÍCTOR MANUEL GARCÍA GRANELL

 

Era por aquellos tiempos duros de la Reconquista, siglo X. Época que nos legó nombres de reyes y batallas: Ordoños, Fruelas, Abderrahmanes, San Esteban de Gormaz, Valdejunquera, Osma, Simancas, Alhandega ...

El río Duero era la frontera de moros y cristianos, sus márgenes campos de lides y gestas gloriosas ... Aquella villa es castellana y la siguiente mora. Allí la Cruz impera, un poco más allá es la Media Luna el blasón de los soldados.

Castilla se ensancha, camina poco a poco tras la tierra de sus mayores. Bajo los cascos de los caballos van quedando triturados los reflejos plateados de esa Media Luna. Por los suelos quedan turbantes y damascos ... alfanges, gumias, cimitarras. Los petos y corazas, los cascos y los escudos, brillan al sol que también es castellano, las banderolas de las lanzas tintas en sangre agarena, miran al Cielo orgullosas de sus hazañas.

San Esteban de Gormaz era una villa castellana de «rompe y rasga» (como diríamos ahora). Era un blasón cristiano, plaza fuerte y codiciada. Era un paladín en la Cruzada.

Siguiendo el curso del Duero, río abajo, a unas ocho leguas, tenía su asiento otra villa, igualmente fuerte e importante —la hoy Vadocondes— la cual por las fechas de mi relato permanecía en poder de moros. Como no había tregua ni cuartel, la rivalidad entre las dos villas no sería pequeña. Si unos mostrábanse valientes, los otros no quedaban atrás en saña y fiereza.

Nuestra villa, mayor y más fuerte, se llevaba la palma de las victorias. En todas las escaramuzas, los moros quedaban maltrechos y derrotados. En una de sus correrías, los bravos de San Esteban infligieron tremendo castigo a los de Vadocondes. Rico fue el botín y grandes los rehenes.

    Y aquí comienza lo que bien pudiéramos llamar: la base de mi historia.

Por aquellos días, los caballeros y soldados de San Esteban, luchaban con el Rey por otros campos castellanos. Llegado que fue tal hecho a oídos de moros, acordaron los de la villa enemiga resarcirse de pasadas humillaciones. Se juramentaron no perder la oportunidad que se les brindaba, cobrándose con creces. Saquear, arrasar, pasar a cuchillo a los supervivientes... tal era su consigna. Consigna que llegó a oídos de los pocos defensores de esta villa y de sus habitantes.

Escaso era el número de soldados que guarnecían las murallas, pocos más para el relevo, y el resto ancianos, mujeres y niños. El alcaide temió por la suerte que correría tanto inocente y ya pensó en un pacto lo más honroso posible. Habiendo mandado emisarios en busca de socorros, sabía casi con certeza que no llegarían a tiempo. El terror se adueñaba de la gente; la salvación era muy difícil; todo era pesimismo y confusión. Así corrían las horas, cuando una idea comenzó a propagarse poco a poco, débilmente al principio, como si casi descabellada fuera. Hasta que apoyada por uniformidad, se acordó en su resolución. Fue una idea de las mujeres, para ser protagonizada por ellas. No querían ver a sus hijos destrozados, no podían ver sus hogares envueltos en llamas. Sus padres, esposos, hijos, hermanos, luchaban lejos, en otras tierras y al partir; a —ellas les encomendaron la custodia de sus lares. Ellas los defenderían.

Fue una idea heroica, una idea sublime, idea de mujeres españolas, castellanas. Ellas vestirían petos y corazas, calarían la celada y empuñando espadas, lanzas y cuchillos, se arrojarían al combate y si por la fuerza no podían vencer, apelarían a la astucia, única solución del horroroso momento que les avecinaba.

Corrió la voz, de que por allá, lejos, entre nubes de polvo, moros, muchos muros, jinetes en briosos corceles, se acercaban. —¡Eran ellos!—. Moros de rebelde pelo negro, ojos hinchados de ira, tez oscura como sus pensamientos. Moros, que, clavando los dientes en sus labios, picaban espuelas sedientos de codicia.

—¡Todos a sus puesto!—. La voz de mando tronó entera. Abrieron de par en par las puertas de la villa. Los soldados, los niños ya muchachos, los viejos que sentían su sangre remozada y nuevos bríos en sus brazos, ocuparían la primera línea, una línea de combate que no se vería porque habían de permanecer apostados en sus sitios esperando la hora de su inmolación. Prestos al combate se ocultaron todos donde pudieron, por esquinas, puertas, en las mismas casas de la plaza, eran multitud de aparentes guerreros, que bien podían pasar por ellos para aquellos que no supieran la realidad. Allí estaban los primeros que morirían luchando y tras ellos las que ocuparían sus puestos, preparadas también para lo que fuere si es que su «idea» fallara. Pretendían asustar al enemigo, mostrándole un elevadísimo número de soldados dispuestos a la venganza. Debían aprovecharse de la sorpresa.

Ya se acercan los moros, ya llegan, vienen envueltos en nubes de polvo, rabiosos como perros, sedientos de sangre, rumiando ya por sus adentros ese botín que presienten suyo. Son la misma codicia encarnada. Ya se oye el retumbar de los cascos de sus caballos ... Vienen creyendo sorprender a los castellanos apenas indefensos. Pero la sorpresa es suya. La defensa no existe, es nula. No encontrando a nadie en las cercanías, cabalgan directamente hacia las puertas de las murallas, y se encuentran con nueva sorpresa: abiertas las hallan y ni vestigios de soldados. La codicia les ciega y empuja a caer sobre los inocentes cual desalmados asesinos. Como una tromba se adentran por las calles en dirección a la plaza. Tampoco encontraron por ellas rastro alguno de ser viviente, iban dispuestos a acabar cuanto antes con la pequeña defensa que hubiere. Las puertas y ventanas de las casas estaban todas herméticamente cerradas, daban la sensación de abandono o huida. Los moros querían ahogarse en sangre y esto que sucedía comenzaba a inquietarles. Blandiendo las cimitarras gritaban como locos; aullando entraron en la plaza ... igualmente desértica ... vacía ... Vacía hasta que una vez todos ellos estuvieron dentro de ella ... ¡Comenzó la hazaña!

Salieron los primeros soldados centelleantes las espadas, un ruido ensordecedor retumbó por el espacio. Si procedentes del infierno fueran aquellos leones, no causaran tanto espanto. Las campanas tocan a arrebato. Un clarín hiende el espacio en un frenesí de guerra ... y mil voces mil veces, estallando en arrebatador enloquecer, gritan y maldicen: ¡Guerra al impío!, ¡Guerra al cobarde traidor!, ¡Ayúdanos Virgen del Rivero!, ¡Muerte!, ¡Muerte!, ¡A ellos!, ¡A ellos!

Tras los primeros que cayeran atrevesados por los aceros invasores, nuevos voluntarios corrían prestos a morir. Era un incesante afluir de soldados, más, más soldados, llegaban por todas partes, salían de todas las puertas, esquinas y rincones. Parecían locos de furia, de rabia. Algo tenían que les hacía ir hacia la muerte... era su patria, su casa ...

Los moros, aturdidos por tanta sorpresa, creyeron haber caído en una encerrona y que aquello de no estar defendida la Plaza era mentira, comenzaron a flaquear, retrocediendo sin encontrar salida. Se encabritan los caballos, el pánico cunde entre sus filas y creyéndose acorralados por una fuerza ilimitada, depusieron las armas, entregándose vencidos.

* * *

Sudorosos y contentos de sus victodas por otras tierras, llegan los nobles castellanos. Una buena nueva les acoge a su llegada. La encuentran resumida en una inscripción que leen en las murallas. Una inscripción que no estaba cuando ellos partieron y que ahora tienen allí ante su vista, roja como con sangre de moro escrita, y bella como toda heroica decisión: También las mujeres sabemos morir.

 

Más información

  • Esta original y desconocida leyenda de las mujeres de San Esteban de Gormaz se publicó en el año de 1954, día 8 de mayo, en El Rivero, revista de aquella villa. Año II, núm. 10.
  • En ella se refiere la batalla inesperada dada a los moros que venian de villa vadocondes por las valientes mujeres de San Esteban

  •  • Recopilado y anotado por Florentino Zamora Lucas, Correspondiente de la Real Academia de la Historia.
  •  • El nombre de los pueblos concuerda con el que era utilizado en la época del texto.

 

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