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El honor de un numantino

Últimos dias de Numancia. Pintura de Alejo Vera, 1880

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El honor de un numantino


UBICACIÓN DEL RELATO  flecha Numancia

Yacimiento de Numancia  |  GARRAY

 ≈ Por TOMÁS REDONDO Y GRANADO

 

I

En el año 140, y merced al puñal de tres asesinos, consiguió Roma concluir con la molesta guerra de Viriato, y acto continuo puso sus miras sobre Numancia, rica ciudad celtíbera. 

Los numantinos habían dado asilo en la ciudad a algunos partidarios de Viriato que habían escapado a la esclavitud después de la guerra. Quinto Pompeyo Rufo reprobó su conducta a los numantinos y les exigió que le entregasen los partidarios del gran caudillo. Numancia, parapetada tras las leyes del Derecho natural, contestó a Pompeyo que jamás entregaría a los que habían buscado un refugio en la ciudad. Esta respuesta fue el principio de la guerra. 

Comprendiendo los de Numancia el peligro que los amenazaba frente a un ejército de 30.000 hombres mandado por el mismo Pompeyo, procuraron aprestarse a la lucha en las mejores condiciones posibles, y reuniendo sus escasas fuerzas, que en conjunto apenas llegarían a 8.000 hombres, mandados por un esforzado ciudadano llamado Megara. 

Desde el año 140 hasta el 134, en cuyo lapso de tiempo fueron vencidos o muertos los Cónsules Quinto Pompeyo Rufo, Marco Popilio Lenas, Cayo Hostilio Mancino, Emilio Lépido, Lucio Furia Philon y Calpurnio Pisón, llevaron los sitiados la mejor parte. 

En el año 134 mandó el Senado contra Numancia a Escipión Emiliano. Trajo consigo este ilustre general unos 4.000 voluntarios. Después de moralizar el ejército, cuya situación era por todo extremo desdichada, formalizó el sitio de la ciudad en el año 133 con 60.000 hombres, y al poco tiempo los numantinos, imposibilitados para la defensa, faltos de víveres y persistiendo en su idea de no someterse a los romanos, tuvieron el triste pero gloriosísimo fin que todos conocen. Cuando sitiaba la ciudad el Cónsul Escipión Emiliano tuvo lugar el episodio que voy a referir. 

 

II 

Caraunio era un joven perteneciente a una de las más nobles familias numantinas. Alto, de hercúlea musculatura, era uno de los hombres más hermosos de la ciudad y de su tiempo. Era valiente hasta la temeridad, y muchas veces., en las numerosas salidas repentinas con que los numantinos sorprendieron a los romanos, había marchado al frente de algún grupo. 

Con tales prendas personales no es extraño que fuese el blanco de las amorosas miradas de todas o de casi todas las numantinas; pero Caraunio sólo amaba a una joven de la clase noble también llamada Appiana, la cual, justo es decir, que le correspondía de la misma manera. 

Caraunio y Appiana eran casi de un mismo tiempo. Las casas de uno y otro eran contiguas, dando esto lugar a relaciones íntimas entre las dos familias. Desde la niñez comenzaron nuestros dos héroes a mostrarse un tierno cariño, que al llegar a los diez y ocho años se convirtió insensiblemente en un amor inmenso que ninguno trató de ocultar. Cinco años después, las familias de Caraunio y Appiana resolvieron casarlos. 

Llegó el día señalado para el matrimonio. Éste había de verificarse al salir el sol. La noche que precedió o que debía preceder a la ceremonia era una de esas noches en que la Naturaleza parece querer mostrar todos sus encantos. La luna presentaba su redonda faz iluminando con su pálida luz la ciudad y el campamento romano. El misterioso silencio de tan plácida noche sólo era interrumpido por el lúgubre canto de la lechuza, oculta en algún agujero de la débil y ya por muchas partes rota muralla. No se sentía el más leve soplo de viento. Era, en fin, una de esas noches que convidan al amor. 

Próximamente a media noche paseaban nuestros dos amantes por delante de sus casas mirándose apasionadamente y con las manos enlazadas. No hablaban una palabra, porque la felicidad de que se hallaban poseídos la expresaban mejor con aquel silencio, más elocuente que todas las palabras del Diccionario de aquellos tiempos. 

El primero que rompió el silencio fue el joven. 

—Appiana de mi alma —dijo—, por la luna que nos mira, te juro que cada instante que pasa me parece un siglo. 

—Lo mismo me pasa a mí —exclamó Appiana tras un prolongado suspiro—. ¡Cuánto tarda en llegar el feliz momento en que nuestras dos almas se fundan en una para comenzar a disfrutar de una felicidad sin límites! Esta noche es la última de novios —prosiguió mientras miraba a su amante con los ojos encendidos por la pasión. 

Es imposible describir el ensimismamiento de ambos jóvenes. 

Para cada uno de ellos no existía en el mundo en aquel momento más que el otro. Todas sus ideas eran absorbidas en aquel momento por una sola, su amor. Al verlos mirándose con tanta ansiedad, cualquiera hubiera dicho que a través de los ojos quería leer cada uno en el alma del otro. Solamente por esta abstracción tan completa de todo cuanto les rodeaba se explica lo que después les sucedió. 

Mientras hablaban no obserbaban que andando en una misma dirección habían dejado atrás sus casas y se encontraban cerca de la muralla. Siguiendo la misma ruta, y gracias a su ensimismamiento y al sueño de los centinelas, pasaron, sin ver lo que hacían, por un sitio en que faltaba un trozo de muralla. 

—¿Te acuerdas —dijo el mancebo deteniéndose al par que su pareja— de las infinitas noches en que, como ésta, sentados en uno de los rústicos bancos del jardín de mi casa, nos jurábamos amor eterno? ¿Te acuerdas de la noche en que hace cinco años te declaré mi pasión? Era una noche como ésta, mejor todavía, la luna se presentaba ante nuestra vista de un tamaño colosal por detrás de una montaña. Las flores inclinaban lánguidamente sus flexibles tallos bajo el beso acariciador del céfiro; los insectos nocturnos entonaban su himno de alabanza al Creador; un ruiseñor nos hacía coro cantando amores en el corpulento árbol, cuyas ramas más bajas rozaban nuestras ardorosas frentes. Estábamos tú y yo el uno al lado del otro; yo estrechaba con mi brazo derecho tu redondo talle, mientras que con el izquierdo apretaba febrilmente una de tus manos contra mi corazón; aspiraba ansiosamente tu perfumado aliento ... 

—¡Calla! —interrumpió la joven ahogando un grito—. Me ha parecido oír ruido de armas no lejos de nosotros. 

Esta interrupción hizo al mancebo volver a la realidad, y lanzando una recelosa mirada a su alrededor, exclamó: 

—¡Cielos! Nos hemos salido de la ciudad, ¡mira allá lejos la muralla! ¡Estamos perdidos si no corremos! ¡Ánimo, y vamos de prisa! 

Pero no anduvieron tres pasos, porque se encontraron cortada la retirada por diez soldados romanos, armados hasta los dientes. Los dos amantes retrocedieron un paso lanzando un grito. Aunque Caraunio comprendió que sería vencido se decidió a morir matando, y sacando su ancha espada de su cinturón de cuero, con hebillas de plata, exclamó: 

—¡Paso! ¡Atrás! ¡Paso! 

Y enseguida arremetió furiosamente contra sus enemigos, al mismo tiempo que Appiana caía desmayada al suelo. En un momento dos romanos cayeron al suelo fuera de combate; la lucha se prolongaba bastante, pero eran ocho contra uno; además había diferencia de armas, y el resultado no se hizo esperar. Caraunio, fatigado, dejó caer al suelo su espada, y los ocho se arrojaron sobre él como lobos hambrientos. 

A los pocos momentos llegaba al campamento romano un hombre con las manos fuertemente atadas conducido por soldados romanos, en tanto que Appiana permanecía sin sentido sobre la verde hierba e iluminada por los purísimos rayos de la luna que en aquel momento estaba en la mitad de su carrera. 

 

III 

Ha pasado un mes aproximadamente. Escipión Emiliano discute en su tienda de campaña con uno de sus generales. Éste sale y al poco rato viene acompañado de un joven prisionero cargado de cadenas. 

—¿Cómo te llamas? —le pregunta el Cónsul. 

—Caraunio —respondió altiva y lacónicamente el numantino. 

—Pues bien, Caraunio, voy a darte una prueba de mis simpatías hacia ti. Desde hoy eres libre. 

—No acepto esa libertad que tan llanamente me ofreces —dice Caraunio con acento enérgico. 

El Cónsul desconcertado ante esta inesperada salida, le preguntó la causa de su determinación. 

—Los numantinos —contestó Caraunio— acostumbran a no recibir la libertad de manos de sus enemigos, por lo tanto, no esperes que acepte la libertad. 

—¿Qué hacías —dijo el Cónsul como si no hubiera oído la respuesta anterior— cuando te prendieron mis soldados? 

—Estaba paseando por fuera de la ciudad con una joven que había de ser mi esposa al salir el sol. 

—¿Y no comprendías que era una imprudencia pasear por tales sitios, y más aún a la hora en que te prendieron? 

—Lo comprendí tarde, cuando quise tornar a la ciudad me encontré cercado por los soldados de Roma. 

—¿Y ahora qué piensas hacer? 

—Resignarme con mi suerte y pedir a Dios por mis padres, por mi amada, y por la independencia de mi patria. 

—Oye —siguió diciendo el Cónsul—, y si yo te concediera libertad por tres días para que fueses a la ciudad y te desposases, ¿la aceptarías? 

—¿A condición de volver a la prisión? 

—Sí.

—La aceptaría. 

—Pues bien; libre eres por tres días. 

—Al cuarto día me tendrás aquí al salir el sol; no temas que las súplicas de mis amigos o parientes me hagan olvidar mi promesa de volver al campamento, porque te repito que los numantinos consideran una deshonra el tener que aceptar la libertad de manos de sus enemigos, y mi lema es éste: «Antes muerto que deshonrado». 

—Marcha, los Dioses te protejan. 

—Ellos te guarden. 

 

* * *

Inútiles fueron, en efecto, los ruegos de la familia y de los amigos. Caraunio partió hacia el campamento. Pero en su precipitación por partir no observó que la que ya era su esposa le seguía a corta distancia. 

 

IV 

—¡Cónsul! —dijo la hermosa numantina dirigiéndose a Escipión—, soy la esposa de vuestro prisionero Caraunio, por lo tanto soy vuestra prisionera. 

—A tu esposo y no a ti tengo preso —dijo el Cónsul— por lo tanto, puedes volver a la ciudad. 

—¡No! —dijo Appiana resueltamente— ¡O vivo con mi señor o no vivo de ninguna manera! y ya que no vengo a pedirte su libertad, pido que me dejes vivir con él en su misma prisión. 

El Cónsul, encantado de la nobleza de aquellos dos corazones que se sacrificaban el uno en aras del cariño y el otro en aras del honor, dijo con voz conmovida: 

—Pues bien, no sólo vas a vivir con tu esposo, sino que vais a volver los dos a la ciudad. 

—¡Eso, nunca! —exclamó Caraunio— acuérdate de lo que te dije hace tres días. Los hijos de Numancia nunca aceptan la libertad de manos de su enemigo. Equivale a deshonrarse ... y ... ya sabes cuál es mi lema. 

—Yo no quiero teneros en el campamento. 

—Pues para que veas, ¡oh Cónsul! que nuestro orgullo supera al tuyo, ¡mira! —añadió con voz potente—: ¡mira lo que hacen los hijos de Numancia por no aceptar la libertad que Roma les ofrece! —y al decir esto, con un rápido movimiento, y sin que pudieran evitarlo los testigos de la escena, cogió un reluciente cuchillo que estaba a su alcance y lo hundió en el pecho de Appiana primero y después en el suyo, cayendo inertes los dos cuerpos a tierra, mientras su humeante sangre manchaba las ricas telas que cubrían el suelo de la tienda de campaña. 

 

Más información

  • Publicada en Recuerdo de Soria, núm. 3, 1892, Segunda época, págs. 59-62.

  •  • Recopilado y anotado por Florentino Zamora Lucas, Correspondiente de la Real Academia de la Historia.
  •  • El nombre de los pueblos concuerda con el que era utilizado en la época del texto.

 


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