Pericón, héroe de la francesada
Pericón. Coronel de las tropas imperiales
(TRADICIÓN SORIANA)
UBICACIÓN DEL RELATO Soria
≈ Por MARIANO GRANADOS
La verdad es que Pericón se ahogaba de corage. Aquella salida de su casa era para él como una sangría necesaria a un pletórico.
Porque Pericón tenía verdadera plétora de odio a los franceses. Aquellas conversaciones con el cura del lugar, bajo la campana inmensa de la cocina de su casa, aquellos relatos de tropelías y de crímenes, aquellas victorias heroicas obtenidas por un puñado de desarrapados sobre un ejército de veteranos, habían sido buena semilla, pero vaya, que no habían caído en tierra estéril.
Y si no allí estaba él, capaz de matar a un buey de un puñetazo y de mandar a resucitar a París a medio batallón de granaderos.
La verdad es que tenía en casa a su mujercita y dos chiquillos tan rubios y tan hermosos como los angelotes de la Iglesia; verdad era también que si él faltaba faltarían los tajones de leña y andarían mal las cosechas y conseguir el pan de aquellos infelices sería un problema.
Pero ¿quién demonios se acordaba de todo esto teniendo un mal caballejo en la cuadra y un espadón colgado a la cabecera de la cama? ¿quién pensaba en aquella mujercita fresca y, colorada ni en aquellos muchachos de guedejas rubias, si no quedaba tiempo más que para contar las fechorías de los gabachos?
Por eso Pericón había madrugado tanto aquel día, y callandito, callandito, mientras todos dormían en el pueblo, había ensillado el caballejo, se había colgado a la cintura el espadón y con más ánimos que el Cid y más afán de aventuras que Don Quijote, había cruzado al galope el antiquísimo puente y había emprendido el camino de Soria.
Después de todo, el hombre tenía formado un plan y como el plan resultara, ya no habría más ciudades saqueadas, ni más campos asolados, ni más franceses, ni más guerra.
Él, derechito a Soria y con su espadón y sus puños, y la ayuda de Dios y la justicia de su causa a desafiar a Napoleón. ¿Que no estaba en Soria? Pues no había de faltar un general o un coronel o alguno que le trasladara el desafío. Y luego, que se presentara, que allí había un hombre para atreverse con él. ¿No era Napoleón la causa de todos aquellos trastornos? Pues lo que Pericón decía: muerto el perro se acabó la rabia.
* * *
Cubiertos de sudor jinete y caballejo, traspusieron la loma que ocultaba la ciudad a su vista; detúvose el animal en el alto para dar algún descanso a sus mal parados huesos y extendió el jinete la mirada, desde el cerro que ocupaba el castillo, fiel guardador de la ciudad, hasta la hondonada en la que sobresalía el tono oscuro del vetusto palacio de Castejón; allá a la izquierda el torreón y las almenas del palacio del conde de Gómara y a su espalda la torre de la Iglesia en la que tan infructuosamente se han buscado los restos del inmortal autor de «La Niña boba».
No era el protagonista de esta verídica historia muy ducho en las letras ni muy versado en las artes, así es que el único efecto que hizo en su ánimo la vista de la Ciudad, fue el de acrecentar su odio al extranjero al pensar que castillo y palacios, casas y murallas, eran de su dominio y que sus habitantes lloraban bajo la opresión nada suave de los soldados del invasor.
—¡Perros, herejes, pillos y ladrones! —decía el hombre apretando convulsivamente el puño del mohoso espadón— ¡Permita Dios que acaben con vosotros, que se os lleven todos los demonios sin que quede un francés para contarlo!
Ya podían hablar en aquel momento a Pericón de su mujer y de sus hijos, de las apacibles veladas del hogar cuando él, rodeado de su familia, descansaba de las fatigas del día sentado en un banco de pino de su ennegrecida cocina, calentándose al amor del montón de támaras que servía de velón y de estufa; que ni mujer, ni hijos, ni dulces afecciones, ni hermosos recuerdos habían de desarmar su brazo ni de hacerle cejar en su empresa de odio eterno a los franceses.
Y así fue que espoleó su cuártago, el que sacó fuerzas de flaqueza, y tomó un trotecillo de andadura, y más y más animoso volvió a emprender el camino de la Ciudad.
* * *
Ya iba nuestro héroe a llegar al fin de su camino, ya llegaba a las puertas de la Ciudad, cuando salió por ellas vistoso escuadrón de coraceros imperiales.
Los reflejos del sol en las corazas y los cascos cegaron al principio al buen Pericón, pero apenas rehecho de la impresión primera, dirigióse al encuentro de la gente francesa todo lo deprisa que permitían los enflaquecidos remos de su corcel.
Sorprendióse la tropa a la vista de su extraño enemigo, que, sin parar en ello mientes, adelantóse a exponer su plan, erguida la cabeza, adelantado el robusto pecho y blandiendo en la diestra mano la vieja tizona.
Encaróse con el primer coracero que halló a mano y espetóle un discurso salpimentado de insultos a los gabachos y a su jefe, al que terminó retando a sin igual batalla, ni más ni menos que un Orlando o un Amadís.
Tomáronlo a chacota los coraceros hasta que irritado Pericón, comenzó a repartir a diestro y siniestro sendos golpes sobre los franceses que al fin hubieron de defenderse y apoderarse del héroe soriano.
Poco rato después los coraceros franceses penetraban en la Ciudad llevando a su cabeza a guisa de jefe del destacamento, y convenientemente asegurado sobre su rocín, al bravo Pericón, que con la mirada centelleante y la frente erguida más parecía un vencedor que un prisionero.
* * *
Al día siguiente, un cuerpo se balanceaba pendiente de la picota del campo de Santa Bárbara.
El pobre Pericón había pagado su heroicidad en la horca.
Poco tiempo después, una mujer joven y hermosa y dos chiquillos rubios y sonrosados como los angelotes del retablo de una iglesia, lloraban silenciosamente junto al hogar sin fuego de una casucha del pinar.
Era la familia del héroe.
- Publicada en Recuerdo de Soria, núm. 1, 1890, Segunda época, págs. 49-50.
- • Recopilado y anotado por Florentino Zamora Lucas, Correspondiente de la Real Academia de la Historia.
- • El nombre de los pueblos concuerda con el que era utilizado en la época del texto.