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Blanca y Don Nuño

Blanca y Don Nuño

Leyendas amorosas  Más información

Blanca y Don Nuño

[ Sucesos ocurridos en el castillo de San Pedro Manrique ]


UBICACIÓN DEL RELATO flecha San Pedro Manrique

 

Por los años en que mayor era el poder de los árabes en España y más frecuentes los choques entre la cruz y la media luna, fue herido Don Nuño, por lo cual, le fue dado, en premio, la alcaldía del castillo de San Pedro.

Tenía este caballero una hija llamada Blanca, tesoro de hermosura y compendio de virtudes y estaba prometida a Don Gonzalo, pariente de los Condes de Castilla y famoso por sus hechos de armas contra los moros.

Acababa de llegar Don Gonzalo de las costas de Galicia, con los trofeos de la victoria, para ofrecerlos a su dama, y Don Nuño habíase dignado señalar el día en que el sacerdote bendijera aquella unión, que ya había recibido las bendiciones de los hombres.

Todo era júbilo en San Pedro y votos por la felicidad de Blanca y de Gonzalo; todo presagiaba paz y venturas. Pero cuando con más ardor se hacían los preparativos de boda, oyéronse desde el Castillo los clarines de los farautes y heraldos de Don Ramiro I, pregonando a toda prisa la guerra contra los moros que, acaudillados por Abderramán II se dirigían a Castilla.

El sobresalto cundió entre los hombres de armas del Castillo de San Pedro; la angustia más cruel llenó aquellos tiernos corazones, abiertos, poco antes a la esperanza y la dicha; pero era fuerza resignarse, someterse y esperar ... Dios lo quería.

Vistió don Gonzalo sus arreos, la hermosa Blanca le ciñó la espada, y pronto a vencer o morir por su Dios y por su dama, antes que el sol de la tarde se ocultase entre rojizas nubes por las cumbres de los montes de tierra de Yanguas, cabalgaba don Gonzalo camino de Araviana por la campiña en que, más tarde, levantó la fe los históricos muros del convento de Templarios, llamado San Pedro el Viejo.

Blanca llena de pena subió a la torre del homenaje del Castillo y clavando los ojos en su amante, fuéle diciendo adiós en sus suspiros y le vio desaparecer entre densas nubes de polvo, dejándose caer rendida por la fuerza del dolor y copioso llanto, sobre el poyo de una saetera.

A tal punto llegó su padre.

—No llores, hija mía —le dijo conmovido—, no detengas al guerrero que en defensa de la fe corre al campo de batalla por su Dios y por su Rey. Tal vez tus lágrimas amengüen su brío en el acometer, su denuedo en el herir; tal vez por tus suspiros se malogre un aguerrido soldado de la fe, y pierdes ...

—Padre mío —dijo Blanca interrumpiéndole— no sean parte mis lágrimas y suspiros para que salgan vencedores los soldados del Profeta; infúndanles a los nuestros más ánimo y valor, y más arrojo y denuedo, pero Gonzalo ... haber partido hoy ...

—Gonzalo antes que a ti le pertenece a su Patria.

Ya disipó el viento las nubes de polvo que levantaba su corcel en la carrera, ya se perdió entre la espesura de los montes, y mañana peleará al lado del invicto Don Ramiro I contra las huestes del bárbaro Abderramán que pretende la repetición del ominoso tributo de las cien doncellas.

¡Oh!, nunca habréis luchado bastante por redimir a los cristianos de semejante tributo. Por él son desoladas las madres; por él gimen sin consuelo las vírgenes de Cristo.

—Retírate, hija mía, de este lugar destinado a peones y ballesteros, baja a tus habitaciones y en tu cámara implora de María el divino auxilio para que nuestros guerreros venzan, Gonzalo sea restituido a tus brazos y el nombre sacrosanto de Cristo se extienda y reine por todos los ámbitos de la tierra.

Blanca besó humildemente la mano de su padre y descendió de la torre agobiada de dolor y pesadumbre.
Hacía algunos, meses, que la fortaleza de San Pedro, en poder del moro Yacub-Aben-Said, había caído en manos de los cristianos, y viendo un seguro en la fragosidad del terreno y en los espesos carrascales, habíase encerrado en el Castillito de Armejún.

Tal vez el esforzado moro confiaba en una pronta reconquista, posible y muy frecuente en aquellos días azarosos, en que se ganaba lo perdido el día anterior, para volverlo a perder y ganar en poco tiempo.

Yacub, en los breves días que estuvo cautivo, cuando le ganaron la fortaleza de San Pedro, había visto a Blanca y prendádose de su hermosura, y él que no temió a las espadas y dardos de los soldados cristianos, sucumbió ante la belleza y virtudes de la inocente cristiana.

Bien conocía la pasión de Gonzalo por Blanca y los tiernos amores de aquella virgen más pura y más hermosa que las huríes del Profeta.

Pero él no desmayaba, y envuelto en su blanco albornoz damasquino, veíasele algunas veces vagar por los alrededores del castillo de San Pedro, ávido de escuchar las amorosas endechas de la niña enamorada, o de verla asomada al adarve, fija la vista en el camino por donde tornara de la guerra a sus brazos el objeto de su amor.
No lejos del castillo, y próximo al arroyo llamado de Valdeavellano, donde los moros acostumbraban hacer sus zalemas y abluciones, había levantado la piedad de los cristianos una modesta capilla dedicada a la Virgen de la Peña la aparecida. Allí buscaba la niña, ante la reina de los ángeles consuelo a su dolor; allí imploraba protección y auxilio para Gonzalo y los guerreros de la fe. En Blanca estaban a la misma altura la belleza y la piedad. Concluyó sus rezos y salió de la capilla acompañada por dos escuderos de su padre.

Yacub, que esperaba aquel momento, como el tigre que escondido acecha la presa, que sus dientes han de devorar, saltó al camino, subió a San Juan y al Castillo, blandió su corva cimitarra y puestos los escuderos en huida, tomó en sus brazos a la hermosa Blanca desmayada, y corrió por los sitios del barranco de Valdeavellano, y de los campillos, hasta ocultarse en lo más seguro de las escabrosidades de espesos montes carrascales.

Súpolo pronto Don Nuño y montado en ira tremenda de padre ofendido, juró por sus luengas barbas coger al infiel y colgarlo en las almenas del Castillo, aunque se hubiera escondido en las mismas entrañas de la tierra.
Juntó su mesnada, salieron al campo y dieron una batida por los alrededores, registrando la espesura de los bosques, las concavidades de las rocas, la sierra ... , el río ... , pero en vano corrieron y escudriñaron.

Habían ahuyentado a los lobos de sus guaridas, habían penetrado en parajes nunca hollados por pisada humana, y a los gritos del padre desventurado llamando a Blanca, sólo el eco estridente y dilatado «Blanca» respondía, como si quisieran burlarse de sus afanes las mismas entrañas del monte que registraba.

Toda la umbría estaba cubierta entonces de carrascal impenetrable y Yacub que pudo llevar a Blanca al Castillo de Armejún, aún no rendido, trájola a las cuevas de esa peña donde habitan algunas familias de religión y patria mahometanas.

No era la ofensa recibida por Don Nuño de aquellas que pueden darse al olvido, o que consienten tomarse tiempo para deliberar y remediarlas.

No había afectado menos a los vecinos de San Pedro, que se pusieron todos en seguida a las órdenes de Don Nuño para rendir y castigar al vil mahometano.

Por eso, tan pronto como hubo noticia del lugar a donde Blanca había sido por el raptor conducida, faltóle tiempo al Alcaide del castillo de San Pedro para salir con sus hombres de armas y lucida cohorte de caballeros castellanos, y asentar su campo en esta parte frente a las rocas y a las orillas del río, donde después se ha labrado una heredad conocida con el nombre de la pieza de los Condes.

Recios ataques y fuertes embestidas se dieron contra la peña de los moros; pero inútiles fueron todos los esfuerzos de los cristianos. Los duros y soberbios peñascos, tras de los que se defendía Yacub, rebotaban los dardos y saetas cristianas, como en otro tiempo rebotaron en Covadonga, e hirieron las saetas musulmanas a los mismos que las despedían.

El padre de Blanca no podía contener la cólera y la ira. Mesábase los cabellos y arrancábase las barbas en su desesperación rabiosa. Solamente, al pensar que su hija, su tierna hija, podía ser  víctima de su enemigo de la fe, irritábale de tal manera que hubiera deseado un instante no más el poder divino para hundir y sepultar en los profundos abismos de la tierra aquel peñasco y perder para siempre a su Blanca, a trueque de vengarse del pérfido moro que se la había arrebatado.

Dejó esta peña sitiada por hambre, trepó furioso por los espesos carrascales de estos montes y cayó ciego de ira sobre Armejún, cuyos defensores, acorralados, dejaron pronto la fortaleza en poder de Don Nuño, que la asoló y huyeron despavoridos y espantados.

Y dícese, que cuando Don Nuño regresó a este lugar, rendido por el cansancio y la desesperación, cayó en una especie de sopor profundo, durante el cual vio el alma inmaculada de Blanca, que subía entre coros de ángeles al Cielo, y al Apóstol Santiago que descendía sobre los moros en Clavijo y sembraba con su espada la muerte y el exterminio entre los, hombres de atezado rostro, que condujo al combate Abderramán perdiendo «el tributo de las cien doncellas».

Después Don Nuño despertó al clamoreo de los suyos indignados porque Yacub les arrojó, sobre su campo, el cuerpo inanimado de la desventurada cristiana.

Al mismo tiempo se vio que sobre las desencajadas rocas de ese cerro, que llaman el portillejo, apareció el Apóstol Santiago en traje de humilde peregrino, tomaba una piedrecilla, y lanzada al aire con su honda, fue agrandándose, hasta caer en un peñascal en esa umbría, sepultando a los moros, y derrumbando el abrupto peñasco que lo sustentaba. 

Lo que hoy se admira no es más que el fondo de las más profundas cuevas, que prudencialmente quedaron así para memoria de las generaciones venideras. 

Los pedazos de roca desprendidos que llenan estos lugares, las monedas que por estos contornos se han hallado y el altar dedicado al Apóstol Santiago peregrino y no guerrero, la iglesia parroquial de Peñazcurna, son testimonios vivientes de los sucesos.

Ésta fue la causa, según tradición, de que el año 1573 en que se hizo la iglesia de Peñazcurna, eligiesen por patrón a Santiago. En el mismo año se agregó a Vea.

 

Más información

≈ Tradición de las fiestas de San Juan en San Pedro Manrique

  • En el siglo VIII, allá por los años 783 al 789, subió al trono de Asturias, por medio de la violencia, el rey Mauregato, y durante su reinado, no hizo nada de provecho en obsequio de su reino.
  • Con el objeto de disfrutar del poder, y vivir tranquilamente, hizo tratos con los musulmanes, comprometiendo y entregando anualmente el vergonzoso tributo de las cien doncellas, que duró hasta el siglo IX.
  • Tranquilamente discurrían los años con la famosa petición de los árabes a los reyes de Asturias, Bermudo I, Alfonso II, Ramiro I y aún quizás Ordoño I (que en esto no están de acuerdo los historiadores), y las comarcas, bien a regañadientes, tenían que, hacer el doloroso reparto de las vírgenes, a truque de conservar la paz; pero por los años 842 al 862, en los reinados de Ramiro o de Ordoño el emir independiente de los musulmanes Abderramán II, pidió al rey cristiano el escandaloso tributo, y éste con muy buen acuerdo y harto contentamiento de sus vasallos, se negó abiertaniénte a ello, por lo que los moros penetraron por Castilla en son de guerra, dándose la célebre batalla de Clavijo, a donde perdieron los sarracenos 80.000 combatientes.
  • Cuéntase además que los cristianos vieron durante la batalla marchar delante de ellos al Apóstol Santiago el Mayor sobre un caballo blanco y con un estandarte del mismo color —origen de las banderas de tela— arrollando a los moros, en cuya posición aún se ve en los altares y cuadros de culto católico. Por lo acontecido en la batalla de Clavijo, se declaró a Santiago Patrón de España.

  •  • Recopilado y anotado por Florentino Zamora Lucas, Correspondiente de la Real Academia de la Historia   
  •  • El nombre de los pueblos concuerda con el que era utilizado en la época del texto.    

 


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