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La cueva de Zampoña

La cueva de Zampoña

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La cueva de Zampoña  (TRADICIÓN)


UBICACIÓN DEL RELATO  flecha Soria

 ≈ Por MANUEL DEL PALACIO

 

I

A poca distancia de Soria, y en el centro de una pequeña eminencia a cuyo pie se desliza mansamente el Duero, existe una profunda sima abierta sin duda en la roca por la mano del tiempo, y a la cual no se acerca ningún habitante de la comarca sin experimentar un vago sentimiento de terror.

Sobre la entrada de aquella caverna y labrado con groseros caracteres se lee, o se leía hace algunos años, la siguiente inscripción:

  •     El que en esta cueva entrare
  •     ni vivo ni muerto sale.

Niños aún, muchas veces sentados a la chimenea del hogar, mientras la nieve cubría las calles de la antigua Numancia, hemos oído referir los terribles secretos que encierra aquel abismo y que a través de los siglos se conservan en la memoria del vulgo. Sobre estos secretos, que guardamos como alegre recuerdo de la infancia, hemos levantado la siguiente tradición.

Corría el mes de abril de 1328.

En aquella época, como quinientos años después, el mes de abril era la risueña estación en que las flores abren sus cálices perfumados, en que los árboles se envuelven en sus mantos de hojas, en que los valles se matizan de verde, alfombrando de verde la primavera.

Gozando de todos estos encantos, aunque al parecer muy ajeno a ellos, un hombre de baja condición, a juzgar por el traje, paseaba lentamente por una estrecha senda de álamos, a la orilla del río y fuera de la muralla que, cuarenta años antes, había levantado Sancho el Bravo en su guerra contra los aragoneses.

Este hombre que podía tener unos treinta y cinco años, y cuyo rostro moreno y enjuto era notable por su expresión de audacia, no llevaba más armas que un largo puñal encerrado en una vaina de cuero, y destinado sin duda a la defensa de un pergamino que de vez en cuando acariciaba entre sus manos, volviéndolo a colocar en su cinto, y continuando su paseo misterioso sin despegar sus labios ni escuchar otro ruido que el de las limpias y serenas ondas del Duero.

Habría pasado media hora, y ya el sol trasponía la cumbre del Moncayo, cuando el paseante se detuvo, y fijó sus ojos en un punto negro que se distinguía a lo lejos, entre una nube de polvo, y que iba creciendo a medida que se alejaba la nube. Pronto aquel punto había desaparecido viéndose en su lugar un jinete que a todo escape avanzaba por la llanura con dirección a la ciudad. Entonces, el hombre del puñal se adelantó y colocóse en medio del camino, aguardando la llegada del viajero, que no tardó en apearse y dirigirse hacia él, después de haber atado a un tronco su caballo.

—¡Hola, Zampoña! —exclamó el recién llegado dando una palmada en el hombro de su compañero.

—Dios sea con vos, Don Alfonso —respondió éste con la mayor humildad.

—¿De dónde vienes?

—De Toro.

—¿Traes algún mensaje de Don Juan el Tuerto?

—Os traigo su última voluntad.

—¿Cómo? ¿Ha muerto el señor de Vizcaya?

—Hace cuatro meses, el 1 de noviembre de 1327.

Don Alfonso desenvolvió con avidez el pergamino que Zampoña le presentaba y arrollándolo nuevamente, le guardó bajo su coleto.

—¿Fuiste testigo de la muerte de Don Juan? —preguntó enseguida.

—Le vi caer Señor, lo mismo que a sus vasallos Garci-Fernández y Sarmiento y Lope Alvarez Hermosilla.

—¿Y ha sido el rey autor de esos asesinatos?

El rey convidó a comer a Don Juan con otros caballeros, y abrió al pueblo las puertas de su palacio para que fuera testigo de su reconciliación; yo penetré con las turbas, y vi que a una señal de Don Alonso los convidados se trocaron en asesinos.

—¿ Y después?

—Viendo que nada podía hacer para salvarle, y que mi sacrificio sería inútil, marché a Valladolid y di cuenta de lo ocurrido a Fernán Rodríguez de Balboa.

—¿Y qué dijo el Prior?

—El Prior ha avisado al infante Don Juan Manuel del peligro que corre y éste reúne sus gentes en Chinchilla, lugar seguro para él, como un nido de águilas.

—¿Se ha presentado la madre de Don Juan a reclamar la herencia de su hijo?

—Al contrario, señor, el rey le ha comprado el señorío de Vizcaya, después de haberle confiscado más de ochenta Villas y Castillos.

—Y ahora, ¿qué piensas hacer?

—Vuelvo a Soria, señor, donde me esperan mis hijos. ¿Y vos?

—Tengo prevenidos unos cien hombres en Almazán, y marcho a ponérselos al servicio de Don Juan Manuel contra nuestro enemigo coronado.

—No olvidéis que los nuestros sólo aguardan la señal, y que el zapatero Zampoña sabe cumplir con su obligación.

—Lo sé y no tardará en saberlo también el infante. Mientras recibes tu recompesa, aquí está la mía.

Y dando al mismo tiempo a Zampoña un abrazo y un bolsillo, Don Alfonso Arias montó a caballo, y no tardó en perderse de vista entre la doble sombra que formaban la niebla del río por un lado, y por otro el manto de la noche que comenzaba a tenderse sobre la tierra.

Zampoña permaneció parado un corto rato viendo cómo se alejaba el caballero y pocos momentos después tornóse tranquilamente hacia la ciudad desapareciendo en una de sus intrincadas callejuelas.

II

En el sitio que ocupó en Soria el arco de la plazuela de Herradores, existía en 1328 una vieja casilla, que formaba parte del arrabal de la ciudad, y que era conocida en todo el barrio con el nombre de la casa de Zampoña. Allí había nacido el Zapatero que hemos dado ya a conocer en nuestra historia, y allí había vivido y visto también crecer a sus hijos, únicas personas que habitaban con él, y que conocían algunos de los misterios de su vida.

Habían pasado cinco meses desde los sucesos que llevamos referidos y nada había adelantado la conjuración del infante, el cual se contentaba con talar la frontera de Castilla, mientras que el rey Don Alonso arrojaba a los moros de Olvera, y su almirante Jofre derrotaba en el mar a las escuadras de Granada y Marruecos.

Era la mañana de un hermoso día de septiembre. Pura como un sueño de amores, y hermosa como la felicidad, veíase una mujer sentada detrás de la balaustrada de madera de un balcón de la casa de Zampoña, que dominando la llanura y el río, ofrecía a la vista el magnífico espectáculo de un bello panorama al que servían de marco los muros de algún monasterio o los cerros coronados de atalayas. Aquella mujer, que tal parecía por el desarrollo de sus formas; y la serena majestad de su rostro, era sin embargo una niña de catorce años; era la hija del zapatero, tesoro porque suspiraba más de un noble, pero que guardaba cuidadoso su padre.

María estaba sola, pero no tardó en abrirse la puerta, y un gallardo mancebo se adelantó hasta colocarse a espaldas de la joven, en cuyo cuello puso los labios con tal ligereza, que ésta no hizo otro movimiento que alzar la mano y llevarla hacia sus cabellos cayendo alguno desprendido y juguete de la fresca brisa.

Pero su mano tropezó con otra mano que se apoyaba suavemente sobre su hombro, y entonces volvió la cabeza que retiró sonriendo.

—Creíste asustarme pero no lo has conseguido, Beltrán.

—¿Y nuestro padre? —preguntó el mancebo sentándose en frente su hermana.

—Lo ignoro.

—¡Cómo!

—Hará más de dos horas, que un caballero a quien no había visto nunca, llegó preguntando por él y salieron juntos después de un rato de conversación.

—¿Y no sabes siquiera el nombre de ese caballero?

—Sí; lo sé por casualidad. Al ir ya los dos a doblar la esquina de la calle, Doña Mayor, nuestra vecina me dijo: buenos amigos tiene tu padre en la Corte, niña.

—¿Y que más?

—Yo le pregunté entonces cómo se llamaba, y me dijo su nombre.

—¿ Y quién era?

—Garcilaso de la Vega, Merino mayor de Castilla.

—¡Rayo de Dios! —exclamó Beltrán ahogando un rugido—. ¡Cuándo volveré a ver a mi padre!

—¡Cielos!, ¿qué dices? —balbuceó María arrojándose en brazos de su hermano, mientras dos lágrimas pugnaban por salir de sus ojos.

—Ese hombre, María, ese hombre es el favorito del Rey Don Alonso.

—¿Y qué hacer? ¡Dios mío!

—Tú quédate en casa, y que nadie sospeche siquiera nuestra desventura.

—¿Y tú?

—¡Silencio! ¿No sientes pasos en la escalera?

—¡Sí, ya está ahí!

Y la hermosa joven corrió hacia la puerta, y la abrió, retrocediendo enseguida y dando un grito. En el dintel apareció como una figura encerrada en su marco, un soldado armado de pies a cabeza, inmóvil y sombrío como la venganza.

—¿Qué queréis? —interrogó con voz serena Beltrán.

—¿Os llamáis Beltrán Núñez, y sois hijo del Zapatero Zampoña?

—Sí, —contestó enérgicamente el mancebo.

—Entonces, tomad.

Y el soldado entregó a Beltrán un manojo de llaves, sujetas por un aro de cobre, que el joven reconoció enseguida.

—Bien, exclamó, estas son las llaves de mi padre.

—Es preciso ahora que me deis cuantos papeles estén guardados por esas llaves.

—¡Miserable! —gritó Beltrán dirigiéndose hacia un rincón, donde lucía colgada una brillante espada, regalo del Infante Don Juan Manuel al zapatero. Pero antes de llegar se detuvo, calmó repentinamente su ira, y dijo dirigiéndose al soldado.

—Estoy pronto; id abriendo uno por uno los cajones a que corresponden las llaves.

El soldado sacó del aro la primera de ellas y abrió un antiguo armario colocado encima de una mesa, y cuya tabla al caer, dejó ver multitud de cajones con embutidos de metal.

Beltrán permaneció impasible durante la operación del registro, y cuando el soldado hubo concluido, rccogiendo multitud de cartas y pergaminos, apartó el aro que encerraba las llaves, ofreciendo éstas al soldado que las dejó encima de la mesa murmurando.

—Ya para nada las necesito.

Y dirigiéndose hacia la puerta la abrió, diciendo al salir a los jóvenes con voz de trueno.

—Dentro de algunas horas rogad a Dios por el alma de vuestro padre.

Un momento después, cuando aún sonaban en la escalera los pasos del soldado, Beltrán corrió hacia su hermana medio desmayada en un sillón, la levantó, enjugó sus lágrimas, la estrechó contra su corazón, y dirigiéndose hacia el rincón donde se ciñó la espada de su padre, y una afilada daga por añadidura, exclamó con un acento de ferocidad indefinible.

—¡Ahora yo!

Pero María que no había adivinado su pensamiento se cruzó delante de él.

—¿Dónde vas, hermano mío?, preguntó.

—¡Qué! ¿No lo ves? A salvar a mi padre.

—¡Ah!, no me engañes: ¿Sabes acaso dónde se halla?

—Sí, me lo ha dicho; mira.

María tomó con avidez, el aro de cobre que estaba encima de la mesa, y una explosión de alegría se escapó de su pecho, envuelta en un suspiro.

En la parte interior del aro una mano firme y segura había trazado con la punta de un puñal las palabras «En la cueva encantada» y aquella mano había sido la de Zampoña, y aquella Cueva era la que el mancebo había visto temblando cuando ...

María asió entonces de un brazo a su hermano, le condujo hasta la escalera y dándole un tierno beso en la frente:

—Ve —le dijo—, hermano mío; que si acaso no vuelves, yo te prometo vengar a nuestro padre.

Beltrán saltó de tres en tres los escalones que le separaban de la calle y a los diez minutos estaba ya fuera de la ciudad.

III

La Cueva Encantada, que sólo debía este nombre al espíritu superticioso del vulgo, había sido en todos los tiempos un asilo favorable para los bandidos y para los que andan de un lugar a otro y podían arribar a ella sin ser vistos.

Era cosa corriente entre el pueblo y probablemente lo será todavía que llegada la noche, oíanse salir de aquel abismo lamentos, gritos, y maldiciones mezclado todo con un ruido tal de cadenas que atemorizaba al más osado y emprendedor,

Al frente de esta cueva llegó Beltrán Núñez media hora después de haberse separado de su hermana, y con el firme propósito de liberar o vengar a su padre.

El cielo que al principiar la mañana estaba sereno y apacible se había encapotado poco a poco y algunas gotas de lluvia hacían presagiar una de las tempestades de otoño precursoras de la caída de las hojas, pero pasajeras como el aroma de las flores.

Beltrán contempló un momento las nubes que se agrupaban sobre su cabeza, el río cuyas oscuras aguas parecían murmurar a su oído frases incomprensibles; la ciudad a que tal vez no volvería y un suspiro, uno sólo, se escapó de aquel corazón de 16 años que hasta entonces no había conocido la desgracia.

Pasado este momento, el hijo de Zampoña arrojó al Duero su tabardo y su gorra, examinó si su espada salía con prontitud de la vaina y penetró enseguida entre las sinuosidades de la cueva.

No sin algún trabajo consiguió llegar a una especie de salón subterráneo iluminado debidamente por algunas teas, y alrededor del cual se veían varias arcas colocadas simétricamente. Beltrán asió con la mano izquierda una tea, empuñó con la diestra su daga desnuda y abrió sucesivamente dos de las arcas.

La primera estaba llena de doblas Castellanas que comprendían una inmensa fortuna y la segunda de saquitos de cuero en cuyo fondo brillaba el aljofar y las piedras preciosas con deslumbrante profusión.

El mancebo volvió a cerrar las arcas y una sonrisa de desprecio se dibujó en sus labios, sin duda que todas contendrían lo mismo, y esto no merecía la pena de mirarlas siquiera.

Pero al llegar enfrente de la última Beltrán resbaló de nuevo en el terreno húmedo y fangoso por las continuas filtraciones.

Inclinóse entences hacia el suelo y a la luz de la tea vio que el barro que pisaba era rojo, que este color cambiaba al separarse del arca y que no podía ser el agua la que lo producía.

Una sospecha horrible hirió la imaginación del mancebo, y veloz como el rayo levantó los paños que cubrían el fondo del arca.

Entonces un grito, el mismo grito que debió arrancar el alma de Abel el crimen de su hermano, brotó ronco, inarticulado, salvaje del pecho de Beltrán, llenando el recinto de la caverna, que lo devolvió en ecos a su vez.

Lo que yacía en el arca era un cadáver, el cadáver de Zampoña sobre el cual había un pergamino con estas palabras:

El que en esta cueva entrare

ni vivo ni muerto sale.

Beltrán se inclinó sobre aquel hombre que le había sido tan querido, sus manos trémulas dejaron escapar la daga y la tea que sostenían, y sin fuerzas, sin valor, sin esperanza cayó inanimado sobre el barro amasado con la sangre de su padre.

Dos días después una hermosa joven enlutada, acompañada de un caballero armado, y seguida de dos Escuderos, cruzaba el atrio del Monasterio de San Francisco de Soria arrodillándose poco después delante del altar donde se celebraba el sacrificio de la misa.

Antes de separarse del caballero, que con los dos pajes fue a colocarse junto a una columna, la joven estrechó su mano, y murmuró dulcemente a su oído:

—«Gracias, D. Alfonso».

Ya el cura se aproximaba al tabernáculo cuando un sordo rumor se levantó en la iglesia y gran ruido de armas y voces se escuchó fuera del Monasterio.

Toda la multitud se agolpó entonces al sitio de donde el rumor salía y entre ella fue también la hermosa joven enlutada la que preguntó a uno de los soldados:

—¿Qué es eso?

—Mirad, señora, es el noble y poderoso Garcilaso de la Vega, Merino mayor de Castilla, que acaba de ser asesinado en la Iglesia.

La pobre cruzó las manos sobre su pecho y exclamó con voz entrecortada por los sollozos:

—Ha cumplido su palabra. ¡Gracias, Dios mío!

Algunos meses más tarde María Núñez daba en Valladolid la mano de esposa a Don Alfonso Arias y partía con él a Portugal.

La cueva encantada se llamó y sigue llamándose desde entonces La Cueva de Zampoña.

 

Más información


  • Publicada en el Noticiero de Soria, 1903, tomándola de Manuel del Palacio, Doce reales de prosa y algunos versos gratis, Madrid, 1864. En la pág, 29 está la Cueva de Zampoña.

  •  • Recopilado y anotado por Florentino Zamora Lucas, Correspondiente de la Real Academia de la Historia.
  •  • El nombre de los pueblos concuerda con el que era utilizado en la época del texto.

 

Manuel García de Leániz Salete, zaragozano con fuertes vínculos familiares con Soria, ha escrito un relato sobre lo acontecido en esa mítica cueva basado en un manuscrito original que conserva de 1748. Dado su interés, añadimos el enlace donde narra los hechos ocurridos en la Cueva de Zampoña (casi enfrente, aguas abajo en la orilla derecha del Duero, de la ermita de San Saturio).

UN SUCESO REAL

 


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